News / Entrevistas y textos
Algunas pinturas nacen en el lugar menos pensado, y viajando, y por los avatares de la vida, acaban en el lienzo. Ese punto ajeno a la obra, en el que se origina el arte, puede ser un acto banal, una experiencia única, quizá un shock, también una novela, un relato, una canción, una tendencia, un edificio, la escena de una película, una perplejidad, un sueño, una obsesión, una noticia en la radio, un simple objeto, cualquier cosa, en realidad. Nunca es fácil saber dónde y cómo empieza el arte. Los principios siempre son confusos. Resulta más fácil advertir dónde acaba algo que fijar en qué momento nació. En todo caso, tras cada cuadro se adivina un largo viaje, una idea en movimiento.
En la pintura de Paula Vincenti la sospecha de esa travesía insólita se acrecienta. Te entran ganas de preguntar «Pero Paula, ¿dónde has estado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?». Entiendes todo un poco mejor, sin embargo, cuando te explica que sus referentes son por una parte cambiantes, mudables, que la realidad arrastra hasta ella por casualidad, y por otra inmutables, como los relatos de Raymond Carver, los diseños gráficos de Barbara Kruger, la gramática de Murakami, la sofisticación de Scott Fitzgerald, los mundos azarosos de Paul Auster, las performance de Sophie Calle, ciudades como Nueva York o Nueva Orleans , la música de Coltrane, Miles Davis, Liza Minelli, The Beatles, Metallica, o PJ Harvey.
El intenso viaje de sus ideas, las influencias, en definitiva, la artista que es a la postre, vuelven su pintura un gran texto lleno de voces. Su estilo comparece a menudo en forma de novela entera, con sus trescientas quince páginas, pongamos, y el conjunto de personajes, tramas, diálogos, metáforas, suposiciones, ocultamientos, hallazgos expresivos que caben en esos márgenes. El cuadro se llena de planos, figuras, objetos, colores, complejidades, bromas. Parece imperar el caos, pero todo está organizado. Las cosas terminan por no ser, como conviene en el arte, simplemente lo que parecen. De hecho, tras lo que se manifiesta como un plan afable, late una idea demoledora. Los universos atractivos, plagados de colores, textos, figuras estilizadas, edificios, incluso elementos lúdicos, no son sino a la postre el golpe en nuestra cara de la sociedad terrible, consumista, devoradora, que hemos creado.
La necesidad de cambio que cualquier arte lleva dentro, como razón de ser, seguramente como destino, nos sitúa ahora ante una Paula Vincenti que sigue preguntándose por el presente, por el lugar que ocupa, el papel que hoy representa el individuo, cómo aspira a situarse y sobrevivir ante el éxito, la incertidumbre, el individualismo o el amor romántico en tanto las grandes cuestiones en las que el mundo que hemos forjado considera que reside la identidad. Es una obstinación largamente humana decir «yo soy así». Da igual cómo se sea, o por qué. «Ten, toma un puro. ¡Enciéndelo y sé alguien!», recomendaba a un amigo uno de los personajes de Pete Kelly’s blues.
Semejante obsesión, la de granjear una identidad moldeada a los tiempos, que cree y eleve nuestro lugar en el mundo, es un fanatismo que nos empieza a carcomer cada vez más pronto. Hace un par de años, en el patio del colegio de mi hija, a media tarde, escuché a uno de sus compañeros, de casi cuatro años de edad, decir que de mayor quería ser «psiquiatra», como su tío. «Y tú, Helena, ¿qué quieres ser?», le planteé a mi hija, esperándome cualquier cosa. «Yo nada», respondió con un gélido interés por el porvenir. En un mundo lleno de individuos ambiciosos, artificiales, insaciables, como los que recrea en esta exposición Vincenti, la aspiración de no ser nada quizá denote cierto carácter, me gusta pensar.
Xoán Tallón. Escritor y periodista.